viernes, 25 de abril de 2014

Dos caricias de Dios para el siglo XX

Un ángel y un profeta, dos hombres excepcionales que cambiaron la Iglesia y el mundo

Dos personalidades distintas, dos hombres excepcionales que cambiaron la Iglesia y el mundo, dos faros cuya luz, ahora que son elevados a los altares, rompe las barreras del tiempo y del espacio, dos nuevos papas santos del siglo XX.

Tanto en la historia humana como en la de la Iglesia, la providencia divina de vez en cuando manda a este mundo ángeles y profetas.

Los primeros parecen bendecidos por una bondad natural absolutamente sorprendente, y aunque no lleven alas, son verdaderos mensajeros de Dios que le devuelven al mundo la fe en el hombre, y lo hacen renacer. Los segundos son valientes personalidades hechas a base de golpes, y en ellos parece que el mensaje que Dios nos manda es que en medio del sufrimiento y de la dificultad el hombre puede volver su mirada a Dios hasta el punto de cambiar el mundo.

Dos caminos convergentes hacia un mismo fin: devolver al mundo la esperanza. Así fueron María y Pedro, o Juan Evangelista y Juan Bautista, o Francisco de Asís e Ignacio de Loyola. O Juan XXIII y Juan Pablo II. Un ángel el primero, un profeta el segundo, dos caricias de Dios para el siglo XX.
 
San Juan XIII, el párroco del mundo

Decía el escritor Jesús Iribarren que si Pío XII era un hombre moderno, Juan XIII fue un hombre: “A Pío XII le miraban los cultos con los ojos abiertos; a Juan XXIII le escuchaban los sencillos con los ojos húmedos”.

Apenas tres meses después de su elección, en 1959, anunció la convocatoria de un Concilio ecuménico pastoral y la reforma del Derecho Canónico. Caven destacar tres de sus ocho encíclicas: Mater et magistra,sobre los problemas sociales, Paenitentiam agere, sobre la preparación al Concilio, y Pacem in Terris, sobre la paz.

Juan XXIII pasó a la historia, ya en vida, como el “Papa bueno”. Más allá de habernos liberado de una posible III Guerra Mundial convirtiéndose en el verdadero freno de la crisis de los misiles, o de habernos regalado la doctrina más sublime sobre la paz entre los hombres y los pueblos, Juan XXIII fue un “niño evangélico” que no hizo caso de los consejos llenos de prudentes cálculos humanos de tantos, y convocó el Concilio Vaticano II porque en la Iglesia hacía falta, como él mismo confesó, “abrir las ventanas para que entrará aire fresco”.

Hizo falta alguien como él que veía en los ojos de cualquier ser humano a Dios antes que en las enseñanzas y las celebraciones de la Iglesia, para que la Iglesia, tras él, diera el gran salto de reconocer que, precisamente en Cristo y por Cristo, el hombre es su norte, a quien servir hasta desvanecerse.
 
San Juan Pablo II, el magno

Karol Wojtyla aprendió desde niño a abrazar el dolor. A los 9 años murió su madre al dar a luz a una niña que murió antes de nacer. Años más tarde fallecieron su hermano y su padre. Descubrió en un primer momento su vocación como literato y dramaturgo, pero pronto entendió que Dios lo llamaba al sacerdocio.

Poco antes de decidir su ingreso al seminario trabajó arduamente como obrero en una cantera. Él mismo decía que esta experiencia le ayudó a conocer de cerca el cansancio físico, así como la sencillez, sensatez y fervor de los trabajadores. Durante los años de guerra tuvo que vivir oculto, junto con otros seminaristas. Con 26 años fue ordenado sacerdote.

Se doctoró en teología con una tesis sobre San Juan de la Cruz y en Filosofía con una tesis sobre la ética de los valores. Con 38 años se convirtió en el obispo más joven de Polonia. En el Concilio Vaticano II participó activamente en la elaboración de las constituciones sobre la Iglesia Lumen Gentium y Gaudium et Spes en las que dejo su huella inconfundible. Promovió el apostolado juvenil, construyó templos a pesar de la fuerte oposición del régimen comunista, y se volcó a la promoción humana y religiosa de los obreros.

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