Estancia de Caroya
Llegamos de mañana a la Estancia de Caroya.
Fue el primer establecimiento rural organizado por los jesuitas. Nació en 1616.
Como dijimos el director del Convictorio de Monserrat, el Dr. Ignacio Duarte Quiroz, donó estas tierras para sostenimiento económico de ese Colegio.
También fue residencia de vacaciones para los internos de la Institución. Por supuesto, basado en una ética lógica, eran premiados con tales vacaciones quienes obtenían los mejores promedios en sus estudios.
Entre 1814 y 1816, cuando ya hacía mucho tiempo que los jesuitas habían sido expulsados, la casa, por el estratégico lugar que ocupaba, fue convertida en la primera fábrica de armas blancas del país. Eran épocas de las guerras de la independencia.
En 1854 el lugar pasó a ser propiedad del Estado Nacional.
Cuando llegó el primer contingente de inmigrantes friulanos al lugar, en 1878, fueron alojados en la estancia. Los friulanos se convirtieron en los fundadores de la actual Colonia Caroya.
Las mujeres friulanas y sus niños dormían en las habitaciones del casco y los hombres en las galerías. No resulta difícil imaginar el frío reinante en aquellas épocas porque, en estos días de julio, era notable la baja temperatura dentro de cada sala, que nos hacía buscar el sol de los jardines.
Caroya está a 50 kms al norte de Córdoba, por ruta 9.
Miro hacia el campo y pienso qué inmenso habrá sido el desierto en el 1600 cuando los jesuitas, los comechingones y sanavirones comenzaron a sembrar estas tierras.
Hoy todo está en silencio. Los visitantes se mueven respetuosamente lentos. Alguien quiere imaginar el remoto bullicio de la actividad.
Muros que hoy pueden parecer ingenuos se vuelven destacada arquitectura si pensamos que nos llegan desde tan lejanos límites en un aislado medio rural.
Se nos antoja tan majestuoso todo lo visto que uno se va de este patio pensando si aquellos hombres sabrían de lo capaces que eran.
Cómo me gustaría –como diría Atahualpa- que se enteraran que varios siglos después, de alguna manera, los estamos nombrando.
Llegamos de mañana a la Estancia de Caroya.
Fue el primer establecimiento rural organizado por los jesuitas. Nació en 1616.
Como dijimos el director del Convictorio de Monserrat, el Dr. Ignacio Duarte Quiroz, donó estas tierras para sostenimiento económico de ese Colegio.
También fue residencia de vacaciones para los internos de la Institución. Por supuesto, basado en una ética lógica, eran premiados con tales vacaciones quienes obtenían los mejores promedios en sus estudios.
Entre 1814 y 1816, cuando ya hacía mucho tiempo que los jesuitas habían sido expulsados, la casa, por el estratégico lugar que ocupaba, fue convertida en la primera fábrica de armas blancas del país. Eran épocas de las guerras de la independencia.
En 1854 el lugar pasó a ser propiedad del Estado Nacional.
Cuando llegó el primer contingente de inmigrantes friulanos al lugar, en 1878, fueron alojados en la estancia. Los friulanos se convirtieron en los fundadores de la actual Colonia Caroya.
Las mujeres friulanas y sus niños dormían en las habitaciones del casco y los hombres en las galerías. No resulta difícil imaginar el frío reinante en aquellas épocas porque, en estos días de julio, era notable la baja temperatura dentro de cada sala, que nos hacía buscar el sol de los jardines.
Caroya está a 50 kms al norte de Córdoba, por ruta 9.
Miro hacia el campo y pienso qué inmenso habrá sido el desierto en el 1600 cuando los jesuitas, los comechingones y sanavirones comenzaron a sembrar estas tierras.
Hoy todo está en silencio. Los visitantes se mueven respetuosamente lentos. Alguien quiere imaginar el remoto bullicio de la actividad.
Muros que hoy pueden parecer ingenuos se vuelven destacada arquitectura si pensamos que nos llegan desde tan lejanos límites en un aislado medio rural.
Se nos antoja tan majestuoso todo lo visto que uno se va de este patio pensando si aquellos hombres sabrían de lo capaces que eran.
Cómo me gustaría –como diría Atahualpa- que se enteraran que varios siglos después, de alguna manera, los estamos nombrando.
Estancia de Jesús María
Ahora cruzamos la ruta 9, el antiguo Camino Real. Enfrente está la ciudad de Jesús María.
La Estancia Jesuítica que se puso bajo la advocación de Jesús y la Virgen María fue lo que dio origen al futuro pueblo y hoy la residencia de la estancia ha quedado dentro del casco urbano.
Creado en 1618, fue el segundo núcleo productivo de la Compañía de Jesús.
Tuvo una importante sementera de trigo y maíz pero se destacó por su producción vitivinícola.
Hasta el propio rey de España se hizo llevar hasta sus aposentos el famoso ‘Lagrimilla de Oro’ de Jesús María.
Nosotros, simples plebeyos, nos permitimos regresar con una caja del célebre vino de misa.
La Estancia incluye la Iglesia, la Residencia, la Bodega, el Perchel y el Tajamar. Es sede del Museo Jesuítico Nacional, que expone una importante colección de objetos de los siglos XVII y XVIII.
Todo fue colosal. La simiente fue abierta en medio de la nada.
Para quien la actividad lo envuelve todo, cuando la vida pasa demasiado cerca, no hay espacios para pensar en fracasos ni en cavilaciones futuras.
Ahora cruzamos la ruta 9, el antiguo Camino Real. Enfrente está la ciudad de Jesús María.
La Estancia Jesuítica que se puso bajo la advocación de Jesús y la Virgen María fue lo que dio origen al futuro pueblo y hoy la residencia de la estancia ha quedado dentro del casco urbano.
Creado en 1618, fue el segundo núcleo productivo de la Compañía de Jesús.
Tuvo una importante sementera de trigo y maíz pero se destacó por su producción vitivinícola.
Hasta el propio rey de España se hizo llevar hasta sus aposentos el famoso ‘Lagrimilla de Oro’ de Jesús María.
Nosotros, simples plebeyos, nos permitimos regresar con una caja del célebre vino de misa.
La Estancia incluye la Iglesia, la Residencia, la Bodega, el Perchel y el Tajamar. Es sede del Museo Jesuítico Nacional, que expone una importante colección de objetos de los siglos XVII y XVIII.
Todo fue colosal. La simiente fue abierta en medio de la nada.
Para quien la actividad lo envuelve todo, cuando la vida pasa demasiado cerca, no hay espacios para pensar en fracasos ni en cavilaciones futuras.
Estancia de Santa Catalina
La estancia de Santa Catalina se ubica a unos 70 kms al norte de Córdoba.
Se llega por asfalto hasta Ascochinga y de allí quedan unos 7 kms de ripio de insufrible serrucho. Pero el esfuerzo vale.
Cuando aparece el cuerpo edilicio de Santa Catalina se levanta ante los ojos una monumental iglesia blanca, con dos altos campanarios y una cúpula con linterna. Todo en el marco de un soberbio entorno natural.
La estancia es de 1622. Es el conjunto mayor y mejor conservado fuera de la ciudad de Córdoba.
Está en manos privadas. Permiten la visita a la Iglesia y los Patios.
En una antigua jornada de octubre de 1774 fue adquirida por Francisco Díaz y centenares de Díaz se han ido sucediendo hasta hoy que viven o vacacionan en el lugar y, por sobre todo, han cumplido la promesa inicial de Francisco de mantener el lugar en perfectas condiciones.
El grupo edilicio se integra con la Iglesia, la Residencia, el Patio principal, el Patio de talleres, el Patio de servicio, el Huerto y el Cementerio. Fuera del cuerpo principal se hallan el Noviciado, la Ranchería (vivienda de los esclavos) y el Sistema hidráulico (tajamar, acequias, molinos).
Es Monumento Histórico Nacional desde 1941.
Santa Catalina albergó miles de cabezas de ganado vacuno, ovino y mular. Paralelamente tenían actividades en su herrería, su carpintería, sus telares, el batán, los molinos harineros y las conducciones subterráneas de agua que traían desde Ongamira a varios kilómetros de distancia.
Santa Catalina atrapa. Deja un vértigo. De lejos parece una blanca florcita de campo, de cerca una rosa borgeana.
Estuvimos hasta el atardecer. Antes de regresar y de terminar de beber el paisaje que bendijeron nuestros ojos, fuimos a una pequeña confitería a reponer las energías del dulce agotamiento. Como el mundo es pequeño, allí encontramos un par de amigas del Valle. Marta y Mariuchi estaban hospedadas en la misma Estancia. Compartimos con ellas la alegría de haber vivido, como diría Séneca, esa jornada recorriendo lo que nos había asignado la fortuna: la sencilla y distante elegancia de Santa Catalina.
La estancia de Santa Catalina se ubica a unos 70 kms al norte de Córdoba.
Se llega por asfalto hasta Ascochinga y de allí quedan unos 7 kms de ripio de insufrible serrucho. Pero el esfuerzo vale.
Cuando aparece el cuerpo edilicio de Santa Catalina se levanta ante los ojos una monumental iglesia blanca, con dos altos campanarios y una cúpula con linterna. Todo en el marco de un soberbio entorno natural.
La estancia es de 1622. Es el conjunto mayor y mejor conservado fuera de la ciudad de Córdoba.
Está en manos privadas. Permiten la visita a la Iglesia y los Patios.
En una antigua jornada de octubre de 1774 fue adquirida por Francisco Díaz y centenares de Díaz se han ido sucediendo hasta hoy que viven o vacacionan en el lugar y, por sobre todo, han cumplido la promesa inicial de Francisco de mantener el lugar en perfectas condiciones.
El grupo edilicio se integra con la Iglesia, la Residencia, el Patio principal, el Patio de talleres, el Patio de servicio, el Huerto y el Cementerio. Fuera del cuerpo principal se hallan el Noviciado, la Ranchería (vivienda de los esclavos) y el Sistema hidráulico (tajamar, acequias, molinos).
Es Monumento Histórico Nacional desde 1941.
Santa Catalina albergó miles de cabezas de ganado vacuno, ovino y mular. Paralelamente tenían actividades en su herrería, su carpintería, sus telares, el batán, los molinos harineros y las conducciones subterráneas de agua que traían desde Ongamira a varios kilómetros de distancia.
Santa Catalina atrapa. Deja un vértigo. De lejos parece una blanca florcita de campo, de cerca una rosa borgeana.
Estuvimos hasta el atardecer. Antes de regresar y de terminar de beber el paisaje que bendijeron nuestros ojos, fuimos a una pequeña confitería a reponer las energías del dulce agotamiento. Como el mundo es pequeño, allí encontramos un par de amigas del Valle. Marta y Mariuchi estaban hospedadas en la misma Estancia. Compartimos con ellas la alegría de haber vivido, como diría Séneca, esa jornada recorriendo lo que nos había asignado la fortuna: la sencilla y distante elegancia de Santa Catalina.
Estancia de Alta Gracia
En otro fantástico día de sol, poco antes del mediodía, arribamos a la ciudad de Alta Gracia, ubicada a unos 40 kms al sudoeste de Córdoba por ruta 5.
La Estancia nació en 1643 y se mantuvo en producción hasta la expulsión de los jesuitas en 1767.
Fue sostén económico del Colegio Máximo que luego se transformó en la Universidad de Córdoba.
La Residencia fue adquirida en 1810 por Santiago de Liniers, quien vivió en el lugar por espacio de algunos meses. El Estado Nacional la compró en 1969 y la convirtió en Museo en 1977.
El conjunto arquitectónico ha quedado, en la actualidad, en pleno centro de la ciudad. Es Monumento Histórico Nacional.
La Iglesia tiene una llamativa fachada sin torres, con un perfil de curvas y pilastras que revelan influencia del barroco italiano tardío. Si bien no está construida sobre la base de una cruz latina, tiene un crucero ligeramente curvo sobre el que se halla una cúpula con linterna. Ante la ausencia de torres, en la parte posterior una estética espadaña de piedra contiene sus campanas. El templo se ha convertido en la Iglesia Parroquial del pueblo.
Como el resto de las Estancias, este centro rural lo integraban además de la Iglesia y la Residencia, la Ranchería (vivienda de los esclavos), el Tajamar (dique), los Molinos harineros, el Batan (máquina de brazos de madera que movida por agua servía para desengrasar cueros y dar firmeza a las telas).
La Residencia con sus claustros en ‘L’, en dos plantas y una elegante escalinata central que da al Patio de Honor, alberga el Museo Nacional de la Estancia, y salas dedicadas a la Casa del Virrey Liniers, con una importante colección de objetos de los siglos XVII, XVIII y XIX.
Anualmente el lugar ofrece un nutrido programa de actividades culturales como exposiciones, conciertos y conferencias.
Alta Gracia tiene mucho. La Casa del Che, la Casa de Manuel de Falla, el Parque Federico García Lorca, el Hotel Sierras, el Autódromo Oscar Cabalén. Como si ello fuera poco los altagracienses cuentan para su orgullo con el Casco histórico de la Estancia de la Compañía. Está en pleno centro, su presencia es por sí poderosa y Alta Gracia creció desde ese pie.
En otro fantástico día de sol, poco antes del mediodía, arribamos a la ciudad de Alta Gracia, ubicada a unos 40 kms al sudoeste de Córdoba por ruta 5.
La Estancia nació en 1643 y se mantuvo en producción hasta la expulsión de los jesuitas en 1767.
Fue sostén económico del Colegio Máximo que luego se transformó en la Universidad de Córdoba.
La Residencia fue adquirida en 1810 por Santiago de Liniers, quien vivió en el lugar por espacio de algunos meses. El Estado Nacional la compró en 1969 y la convirtió en Museo en 1977.
El conjunto arquitectónico ha quedado, en la actualidad, en pleno centro de la ciudad. Es Monumento Histórico Nacional.
La Iglesia tiene una llamativa fachada sin torres, con un perfil de curvas y pilastras que revelan influencia del barroco italiano tardío. Si bien no está construida sobre la base de una cruz latina, tiene un crucero ligeramente curvo sobre el que se halla una cúpula con linterna. Ante la ausencia de torres, en la parte posterior una estética espadaña de piedra contiene sus campanas. El templo se ha convertido en la Iglesia Parroquial del pueblo.
Como el resto de las Estancias, este centro rural lo integraban además de la Iglesia y la Residencia, la Ranchería (vivienda de los esclavos), el Tajamar (dique), los Molinos harineros, el Batan (máquina de brazos de madera que movida por agua servía para desengrasar cueros y dar firmeza a las telas).
La Residencia con sus claustros en ‘L’, en dos plantas y una elegante escalinata central que da al Patio de Honor, alberga el Museo Nacional de la Estancia, y salas dedicadas a la Casa del Virrey Liniers, con una importante colección de objetos de los siglos XVII, XVIII y XIX.
Anualmente el lugar ofrece un nutrido programa de actividades culturales como exposiciones, conciertos y conferencias.
Alta Gracia tiene mucho. La Casa del Che, la Casa de Manuel de Falla, el Parque Federico García Lorca, el Hotel Sierras, el Autódromo Oscar Cabalén. Como si ello fuera poco los altagracienses cuentan para su orgullo con el Casco histórico de la Estancia de la Compañía. Está en pleno centro, su presencia es por sí poderosa y Alta Gracia creció desde ese pie.
Estancia La Candelaria
De todas las Estancias, La Candelaria es el último complejo levantado por los jesuitas.
Es la que está más lejos. A 230 kms de Córdoba. Y por lejana, más infinitamente sola.
Alquilamos un auto en La Falda, en el Valle de Punilla, para recorrer los 70 kms de ripio, hacia las Altas Cumbres, por Pampa de Olaen y Characato.
Fue otro maravilloso día de sol. Le dedicamos toda la jornada.
La Candelaria está a 1200 metros de altura, al pie de las Sierras Grandes.
Su nombre es por veneración a la Virgen de las Candelas. Por ello cada 2 de febrero el predio recibe miles de visitantes.
Los jesuitas no sólo afrontaron una geografía y un clima rigurosos, sino que no fueron bienvenidos por los pueblos originarios que se oponían, con razón, a la colonización española.
Nació en 1683 con la finalidad de contribuir a sostener la Universidad ubicada en la Manzana Jesuítica de Córdoba.
Como establecimiento rural fue productor mayormente de ganado mular, que se destinaba al tráfico comercial con el Alto Perú.
La Iglesia, de paredes encaladas (pintadas con cal y agua), impecablemente blanca presenta una fachada que culmina en una notable espadaña de tres vanos ceñidas con un retoque de líneas curvas. Su presencia realza el admirable entorno serrano.
Hay un patio principal en un lateral de la iglesia, rodeado de habitaciones. Un segundo patio donde se encontraban los talleres, depósito, cuadras y corrales. Más allá estaban el tajamar, los molinos, el horno de cal y la huerta.
Al frente de la Iglesia, luego del atrio, se hallan los restos pétreos de la Ranchería, las viviendas de los trabajadores (esclavos negros).
Cuando llegamos a Candelaria no había una nube. El cielo se hizo inmenso.
Abajo en las rocas, unos musguitos denunciaban aire puro. Un aire poderoso que nos caía de todas partes y una vida intensa que vibraba en las sierras.
La bella Candelaria con ser una de las últimas en nacer, vivió menos.
Se dice que la vela lanza su llama más alta cuando está por apagarse.
Si tuviera que elegir una estancia me quedo con La Candelaria. Me atrajeron las líneas simples de su Iglesia con tamaño de capilla. Inmaculadamente alba en su distante soledad, pequeña frente a la Sierras Grandes, enorme en el recuerdo de aquel día azul lleno de provinciana paz.
Catalina es el final del viaje.
De todas las Estancias, La Candelaria es el último complejo levantado por los jesuitas.
Es la que está más lejos. A 230 kms de Córdoba. Y por lejana, más infinitamente sola.
Alquilamos un auto en La Falda, en el Valle de Punilla, para recorrer los 70 kms de ripio, hacia las Altas Cumbres, por Pampa de Olaen y Characato.
Fue otro maravilloso día de sol. Le dedicamos toda la jornada.
La Candelaria está a 1200 metros de altura, al pie de las Sierras Grandes.
Su nombre es por veneración a la Virgen de las Candelas. Por ello cada 2 de febrero el predio recibe miles de visitantes.
Los jesuitas no sólo afrontaron una geografía y un clima rigurosos, sino que no fueron bienvenidos por los pueblos originarios que se oponían, con razón, a la colonización española.
Nació en 1683 con la finalidad de contribuir a sostener la Universidad ubicada en la Manzana Jesuítica de Córdoba.
Como establecimiento rural fue productor mayormente de ganado mular, que se destinaba al tráfico comercial con el Alto Perú.
La Iglesia, de paredes encaladas (pintadas con cal y agua), impecablemente blanca presenta una fachada que culmina en una notable espadaña de tres vanos ceñidas con un retoque de líneas curvas. Su presencia realza el admirable entorno serrano.
Hay un patio principal en un lateral de la iglesia, rodeado de habitaciones. Un segundo patio donde se encontraban los talleres, depósito, cuadras y corrales. Más allá estaban el tajamar, los molinos, el horno de cal y la huerta.
Al frente de la Iglesia, luego del atrio, se hallan los restos pétreos de la Ranchería, las viviendas de los trabajadores (esclavos negros).
Cuando llegamos a Candelaria no había una nube. El cielo se hizo inmenso.
Abajo en las rocas, unos musguitos denunciaban aire puro. Un aire poderoso que nos caía de todas partes y una vida intensa que vibraba en las sierras.
La bella Candelaria con ser una de las últimas en nacer, vivió menos.
Se dice que la vela lanza su llama más alta cuando está por apagarse.
Si tuviera que elegir una estancia me quedo con La Candelaria. Me atrajeron las líneas simples de su Iglesia con tamaño de capilla. Inmaculadamente alba en su distante soledad, pequeña frente a la Sierras Grandes, enorme en el recuerdo de aquel día azul lleno de provinciana paz.
Catalina es el final del viaje.
Se agradece al destino que nos haya permitido hacer este recorrido histórico-cultural.
Podemos decir, esto es ‘bien-estar’ en palabras de Demócrito.
Podemos decir, esto es ‘bien-estar’ en palabras de Demócrito.
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